En numerosas ocasiones se ha dividido a los fotógrafos entre “pescadores” y “cazadores” de imágenes, según su actitud a la hora de buscar la instantánea. Por una parte, está el autor paciente, que, por ejemplo, encuentra el fondo ideal y espera a que sobre ese fondo aparezca el elemento humano que termine de redondear su imagen. Henri Cartier-Bresson actuaba en muchas ocasiones así, y autores actuales de fotografía de calle, como Matt Stuart, también siguen esa forma de trabajar.
Y, por otra parte, encontramos a los fotógrafos con una determinación depredadora. Salen a la calle y están en continuo movimiento, deambulando por la ciudad buscando ese personaje que les haga saltar la chispa, o esa escena de múltiples lecturas que cree una imagen poliédrica. Entre estos últimos debe figurar con letras de oro Garry Winogrand (1928-1984).
Más que un cazador, casi habría que hablar de él como un pistolero y forajido. Despiadado, rápido, impulsivo, los calificativos se quedan cortos al hablar de este heterodoxo autor. Nadie podía escapar a sus balas, hombres, mujeres, niños o discapacitados, Winogrand no tenía escrúpulos ni miramientos cuando iba caminando por las calles. Y si alguien se le enfrentaba, reclamando que no le fotografiara, le respondía cortante: ‘No es tu fotografía, es mi fotografía‘. Así que, a callar, le hubiera faltado sentenciar.
Para él, realizar fotografías era un acto natural, que formaba parte de una rutina diaria en la que disparaba varias películas por jornada. Tenía ansiedad por captarlo todo y por hacerlo de una manera diferente. Formó parte de una generación espectacular de fotógrafos, como Diane Arbus y Lee Friedlander, pero no se parecía a nadie. Era fotográficamente incorrecto, desencantado de la política y crítico con el poder transformador de la imagen. Adoraba a Walker Evans, pero su estilo era tremendamente opuesto. Creció con Robert Frank y ‘sus americanos’, y algunos le incluyeron dentro de la ‘street photography’ del momento, pero Garry Winogrand se salía de cualquier tipo de etiqueta.
Sí, su hábitat natural eran las calles, pero él no pretendía describir ni cambiar el mundo, él era un escritor de las calles, un Charles Bukowski de la cámara. No era humanista, ni oteamos ningún tipo de empatía en sus creaciones. Era como un cirujano que se encargaba de llegar hasta el tumor, y se dedicaba a contemplarlo, a regodearse en lo que veía, y a decir con sus imágenes “no, no se engañen, no se tapen los ojos, aquí está el mal y deben mirarlo cara a cara“. Y no, no es un mal en forma de calamidades naturales o guerras, es un mal interno, propio de la sociedad y la condición humana.
Fue acusado de misógino, de racista, y seguro que no era la persona más cordial del mundo. Nació en el Bronx de Nueva York, y su carácter enérgico e impulsivo encontró en la fotografía un medio perfecto donde acoplarse. Trabajó para periódicos, revistas y firmas comerciales, pero él necesitaba ser libre. Usaba Leicas y el objetivo que utilizaba, un 28mm, le obligaba a acercarse a la escena, a sobrepasar el límite que sólo es apto para los valientes que quieren dejar de ser un fotógrafo del montón.
También esta amplitud de ángulo les otorgaba a sus imágenes una capacidad narrativa que cargaba de una polisemia brutal sus obras. Muchas veces encontramos varias historias dentro de sus fotografías, que se yuxtaponen, se complementan o se separan. Necesitamos detenernos con calma ante la imagen y empezar a afrontar el desafío que Winogrand nos presenta delante de nuestros ojos.
Así nos encontramos ante la fotografía seleccionada; American Legion Convention, Dallas. Fue realizada en Dallas, en 1964, durante una convención de la legión americana, que es una organización de veteranos de guerra estadounidense. En plena calle, observamos una escena sobrecogedora. Rodeado de los que parecen ser asistentes al evento, un hombre sin piernas dirige su mirada a la cámara con un semblante de súplica.
¿Quién es? ¿Se trata de un mendigo solicitando ayuda? ¿Es un antiguo veterano de guerra? Pero ¿qué hace en medio de la calle como si se estuviera arrastrando por el pavimento? Nadie le mira, nadie le ayuda. Todos los reunidos en torno a él parecen ausentes de lo dramático del momento.
En un fascinante juego de miradas, el hombre discapacitado nos mira, y nosotros miramos al resto de los asistentes a la escena, buscando a alguien que no le ignore, que por un momento se apiade de él y muestre un poco de empatía y humanidad. Pero no le encontramos. Es como un objeto invisible sobre el que nadie dirige la mirada, quizás por miedo a enfrentarse de frente con el dolor y el sufrimiento.
¿Fue Garry Winogrand el que tuvo que asistir a este desesperado lisiado? Seguro que no. El fotógrafo norteamericano tomaría la imagen y continuaría sin pestañear hacia su próximo objetivo. Un pistolero no puede sentir compasión por sus víctimas. No va a pedir perdón por lo que ve, y por cómo lo ve. Tiene que continuar su caza, en una búsqueda de no se sabe qué, pero que necesita más que el comer y el beber.
A Winogrand no le temblaba la mirada. Se pasó su vida observando, contemplando a sus compatriotas a través de cámara, inmortalizándoles en miles y miles de fotografías. No desviaba la vista. Siempre con el gatillo preparado, siempre captando su momento decisivo. Pero no se trata del ‘momento decisivo’ de Cartier-Bresson, tan perfecto en la forma. Es un “momento” amargo, duro, que escuece.
Es el fotógrafo que dice, mirad, hipócritas, esto es lo que sois. Sacando las vergüenzas de la sociedad americana de su tiempo. Y precisamente por eso fue criticado. Con seguridad él no se sentía mejor que los demás, pero no se escondía. Iba de cara. Era instintivo y visceral. Incomodaba con sus imágenes. Y siempre teniendo claro que lo que tenía entre sus manos era una cámara de fotos. Ésa era su arma, ésa era su pluma.