Si de lo que se tratara fuera de ofrecer una impresión general sobre el cine que viene haciendo desde principio de los ochenta, no creo que este redactor fuera el único en afirmar que la filmografía de Joel Schumacher es de lo más olvidable. Enarbolando para ello títulos tan nefastos como ‘Batman y Robin’ (id, 1997) o ‘Asesinato en 8mm’ (‘8mm’, 1999) y dando por zanjado que tan horrendas pústulas sirven de claro exponente de lo infeccioso de la trayectoria del director estadounidense.
Pero al hacerlo, al caer en tan flagrante generalización, estaríamos pasando por alto un puñado de cuatro cintas que, siempre al modesto entender del que esto suscribe —claro está— se alejan raudas de la mediocridad que más o menos caracteriza a aquello que Schumacher lleva rodando desde que en 1981 se estrenara en la gran pantalla con la muy olvidable ‘La increíble mujer menguante’ (‘The Incredible Shrinking Woman’).
Con ese producto cachondo, típicamente ochentero y muy reivindicable que es ‘Jóvenes ocultos’ (‘The Lost Boys’, 1987) como primera en salvarse de la quema, es ‘Un día de furia’ (‘Falling Down’, 1993), a la que hoy nos acercamos para celebrar su 25 cumpleaños, la cinta de Schumacher en la que mayor contención demuestra el cineasta tras el objetivo. Una decisión que se nos antoja muy consciente dado que el principal foco de la cinta es un Michael Douglas en estado de gracia permanente.
‘Un día de furia’: Michael Douglas contra el mundo
Hay algo portentoso en la actuación que el hijo de Kirk Douglas hace en ‘Un día de furia’. Algo que ya se puede observar en los primeros compases de la cinta, cuando la cámara de Schumacher muestra con planos breves y cortos el agobio de un atasco en un día de extremo calor en Los Ángeles. Situándonos de esta manera en la misma tesitura mental que el protagonista, la intención de Schumacher es muy evidente: lograr la plena identificación con William Foster y que la empatía que se despierta en esa primera escena se mantenga incólume a lo largo de todo el metraje.
Garante de que así suceda es, dejémoslo claro, un Michael Douglas que mezcla con asombrosa habilidad fragilidad, determinación y la dosis justa de psicosis —la escena de la hamburguesería es antológica— para que, durante todo el filme, el tira y afloja con el espectador sea constante: sí, no podemos evitar caer rendidos ante la construcción que hace Douglas del personaje pero, al mismo tiempo, conforme avanza la acción y se va desplegando la personalidad de «D-Fens», comenzamos a cuestionarnos si hemos depositado a buen recaudo nuestra filia por tan tarado protagonista.
Para aquellos que no la hayan visto, ‘Un día de furia’ sigue a un americano de a pie, un ciudadano «normal» que, separado de su mujer, decide ir a ver a su hija el día de su cumpleaños, aunque para ello tenga que cruzar medio Los Ángeles andando y enfrentarse a todo lo peor que ofrece el sueño americano. Porque, ante todo, aquello acerca de lo que versa el filme no es del progresivo descenso a los infiernos del personaje principal, sino de radiografiar las miserias de un país a través de la muestra que supone una de sus ciudades más emblemáticas.
Los Ángeles, escaparate de una nación
Aunque el catálogo no sea amplio y exhaustivo, ‘Un día de furia’ raya lo suficiente la corrompida superficie del sueño americano como para ofrecer una visión bastante honesta —todo lo honesta que puede ser una producción hollywoodiense de ficción, claro— de ciertas idiosincrasias que ya eran inherentes a la sociedad yanqui en 1993 y que hoy deberían quitarle el sueño a un presidente con algo más de conciencia que el sr. Trump.
Inmigración, ideologías de extrema derecha, pirados con armas dispuestos a «liarla parda»…cualidades todas que siguen siendo parte indeleble del día a día de los estadounidenses y que aquí sirven como catalizador de los diversos escalones por los que Douglas va apartándose de la luz y adentrándose en unas tinieblas que, en esa fuerte conexión que se genera entre personaje y público, se sienten como propias.
Para contrapesarlas y servir acaso de cierto alivio, la cinta nos ofrece, como otra cara de la moneda, al policía en su último día de trabajo que interpreta, con la efectividad que siempre le ha caracterizado, un Robert Duvall espléndido: cabeza visible de la ajustada vertiente de thriller del filme, el personaje de Duvall también arrastra sus taras, y sirve de contrapunto cabal del abismo de locura al que parece haber cedido el William Foster de Douglas.
La calma de Schumacher retratando las miserias del sueño americano
Como si quisiera que su realización se apartara de la «furia» del protagonista —aunque el título inglés, ‘Falling Down’, nada tenga que ver con dicho epíteto y sí con el estribillo de una canción que sirve de elemento conector entre Douglas y Duvall— la realización de Schumacher deja de lado la locura psicotrópica y caótica que le veremos en las cintas del hombre murciélago o los grandes aspavientos con los que caracterizará a su adaptación de ‘El fantasma de la ópera’ (‘The Phantom of the Opera’, 2004).
Haciendo pues de la contención su máxima y del ritmo pausado y constante su mejor cualidad, es el ataviarse de dichas cualidades lo que aporta a ‘Un día de furia’ ese valor añadido que la sitúa, no ya como uno de los títulos a salvar de la filmografía del cineasta, sino como uno de los mejores estrenos que vieron la luz en aquel lejano 1993 en el Spielberg dominó la atención durante buena parte del año gracias a sus dinosaurios y a su magistral lista.
Alejado del aroma del «gran Hollywood» pero con un protagonista que reclama sobre él toda la atención posible, ‘Un día de furia’ es una cinta que no sólo no se despeina por el paso del tiempo más allá de los típicos apuntes sobre vestuario achacables a una cinta de hace 25 años, sino que se destapa como de rabiosa actualidad. Quizás tacharla de clásico sea demasiado pero, si no de lleno, sí que coquetea descaradamente con la definición estricta del término. Y para desahogarse un lunes, es más que recomendable.
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25 años de ‘Un día de furia’: la mejor película para sobrevivir a los lunes
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Espinof
por
Sergio Benítez
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