'Molly's Game': Aaron Sorkin se queda más cerca del farol que de reventar la banca

'Molly's Game': Aaron Sorkin se queda más cerca del farol que de reventar la banca


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Uno se pregunta qué necesidad tenía Aaron Sorkin de dirigir una película como ‘Molly’s Game’ cuando su firma como guionista ya convierte en «suyas» las películas y series en las que participa. ‘Steve Jobs’ se recuerda más como un film «de» Sorkin que de Danny Boyle, y ‘La red social’ está considerada una película concebida en iguales términos de autoría por Sorkin y David Fincher.

Por supuesto, series como ‘El ala oeste de la Casa Blanca’ o ‘The Newsroom’ están asociadas inevitablemente a su nombre. Así que cabe pensar que ‘Molly’s Game’ podría tener como rasgos distintivos una mayor libertad por parte de Sorkin a la hora de desarrollar sus febriles diálogos o de estructurar la trama.

Sin embargo, nada de eso sucede: todos sus tics como guionista están aquí (de referencias fugaces a la cultura pop a los diálogos en los que se divaga durante minutos sin meta clara, pasando por ocasionales monólogos de indiscutible brillantez formal), pero ni se potencian ni se amortiguan con su labor como autor completo. ‘Molly’s Game’ es, no hay duda, una película de Aaron Sorkin, pero ni más ni menos de lo que lo son ‘Moneyball’ o ‘La guerra de Charlie Wilson’.

Lo cual no es por sí mismo mala ni buena señal, por supuesto. Sorkin ha escogido como base para su debut la biografía de Molly Bloom, una avispada emprendedora que organizó timbas de póker ilegales durante años y se enriqueció de la única forma que le permitía la legalidad: a base de propinas. Su vida se complica, cómo no, cuando entran en juego las drogas, la mafia rusa y cierta ambición que le lleva a quedarse con una pizca de las ganancias.

Chastain y Elba, impecables

Conocemos a nuestra protagonista recién detenida por el FBI y contando su historia a su abogado; Jessica Chastain e Idris Elba, en dos encarnaciones absolutamente impecables que consiguen catapultar a sus personajes aún más allá de los excelentes diálogos que les brinda Sorkin. Conoceremos cómo funcionaba el negocio de Bloom sobre todo a través de sus clientes: ‘Molly’s Game’ no es ‘Rounders’ y elige no centrarse en el juego, sino en los que juegan. De un anónimo y mezquino actor de Hollywood (inspirado, parece ser, en Toby Maguire) a un jugador terrible y que gana por casualidad, pasando por un padre de familia que lo pierde todo en una noche.

A Sorkin no le interesa el juego en sí -lo que es una pena, la explicación acelerada de parte del argot y algunas partidas espectaculares están entre lo mejor de la película-, sino los personajes: cómo Molly llegó a esa profesión huyendo de las exigencias de su padre (Kevin Costner), que quería para ella una carrera olímpica en el esquí y cuyas ambiciones se vieron frustradas en un accidente que vemos en el demoledor arranque de la película. Y es en los personajes donde no termina de encontrar el norte.

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El tramo final de la película es el mejor ejemplo de estos problemas de caracterización, con su caída en el psicologismo de baratillo y una racionalización espantosa de los actos de la protagonista. Pero el abogado, íntegro y en principio reticente a aceptar como cliente a una mujer que ha hecho fortuna en las apuestas, también es víctima de las trampas de Sorkin. Es habitual que el guionista nos venda cambios de carácter y personajes que se transforman a golpe de diálogo y no de hechos, pero en este caso esos problemas son más patentes que nunca.

‘Molly’s Game’: las cartas marcadas de Sorkin

Aunque ‘Molly’s Game’ esté excepcionalmente bien rodada -la directora de fotografía es Charlotte Bruus Christensen, responsable de ‘Life’, ‘La chica del tren’ o ‘Fences’- y editada -se nota la mano de Alan Baumgarten, nominado al Oscar por ‘La gran estafa americana’-, es precisamente la visión general de un director experimentado la que se necesitaba para atar en corto a Sorkin y a su humanismo desbocado. Aquí se convierte directamente en ingenuo buenismo, y Sorkin pide al espectador un salto mortal de credibilidad: Bloom no llevó a cabo actos ilegales, no mantuvo relaciones con sus clientes, sentía compasión por ellos y era extremadamente generosa.

No es que una persona así sea imposible, ni siquiera que una historia sobre alguien así sea inverosímil. Pero las cabriolas del último tramo de película, teorías psicológicas y sesiones de urgencia en un parque incluidas, juegan en contra de ‘Molly’s Game’: Sorkin pone a la vista sus resortes narrativos, y éstos pierden efectividad. Otro tanto de lo mismo pasa con el discurso del abogado al fiscal: Sorkin, ahora dueño de montaje y tono, hace que sus discursos sean cautivadores e hipnóticos (aunque luego haga trampa con elipsis sobre los resultados de esas reuniones), pero no mide tiempos ni intensidad dramática.

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Esa falta de tacto y sutileza se contagia también a otros elementos de la trama: la hija del abogado leyendo y comentando ‘El crisol’ de Arthur Miller es el más descarado de todos, en una decisión más bien discutible por su obviedad. En general la película se habría visto beneficiada si otro par de ojos hubiera discutido la conveniencia de tanto subrayado. Es el problema cuando el mensaje es que to er mundo e güeno: hay que justificarlo con algo más que un mero paralelismo con un clásico de las letras anglosajonas.

Menos arriesgada en lo visual, con todo, que otras películas que ha escrito Sorkin (nada de los travellings con conversaciones interminables que le han hecho famoso, olvidémonos por supuesto de la inventiva en la planificación de todo un David Fincher), ‘Molly’s Game’ queda como una de las películas más bienintencionadas e intrascendentes de su filmografía. Con todo, el adicto a la dialéctica sorkiniana no saldrá decepcionado: hay diálogos deslumbrantes y adictivos al más puro estilo Sorkin, tan irreales e inteligentísimos como el primer encuentro entre los dos protagonistas.

Un espectador adicto al estilo afectado y teatral del guionista, dramaturgo y ahora también director tendrá su buena ración de diálogos impecables. Quien busque una incursión creíble y dura en el submundo de los tahúres, deberá seguir conformándose con retransmisiones en Internet de duelos de miradas entre niñatos con mucho peor gusto en el vestir que Molly Bloom.

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‘Molly’s Game’: Aaron Sorkin se queda más cerca del farol que de reventar la banca

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John Tones

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