Belle Époque: la edad dorada de París

Belle Époque: la edad dorada de París



El olor a humo que impregnaba las calles fue lo primero en lo que se fijó la actriz Sarah Bernhardt en su regreso a París en 1871. La ciudad de la luz entraba en la Belle Époque sumida en la oscuridad: cientos de edificios estaban en ruinas por los bombardeos del ejército prusiano, que la había sometido a un asedio de cuatro meses, y sus calles estaban sembradas de barricadas por la revuelta de la Comuna. Pocos hubieran podido imaginar que este París herido pudiera convertirse en la próspera ciudad que impresionaba al mundo en 1914. Pero durante esta etapa, París brillaría más que nunca gracias a avances tecnológicos y cambios sociales vertiginosos que la acabaron transformando.

París estaba acostumbrada al cambio. El ambicioso plan urbanístico del barón Haussmann la había modificado radicalmente durante el segundo imperio (1852-1870), demoliendo los barrios antiguos de estrechas calles y superpoblados edificios, para sustituirlos por grandes avenidas que daban paso a la luz y favorecían la circulación de personas y vehículos. En su afán por embellecer y limpiar París, Haussmann inició la instalación de alcantarillado, el alumbrado con farolas de gas y la apertura de espacios verdes –entre sus intenciones también estaba el evitar que se volvieran a alzar barricadas en sus callejuelas, como ocurrió en 1848–.

Uno de los efectos de estas reformas fue que las clases bajas se vieron desplazadas a las afueras, porque ya no podían permitirse los alquileres de los renovados edificios del centro.

En 1871, París era una ciudad en ruinas y repleta de barricadas a causa de los bombardeos prusianos y la revuelta de la Comuna

Cuando el escritor Victor Hugo regresó de un exilio de cerca de veinte años, en 1870, comprobó con pesar que su amado París medieval había desaparecido. Pero los mayores cambios estaban aún por llegar. Estabilizada la situación tras la guerra con Prusia y la Comuna, la ciudad continuó la obra de Haussmann. Eso sí, con los avances tecnológicos que estaban revolucionando el mundo.

La Ciudad de la Luz

El primer avance importante fue la electricidad. Aunque París ya era famosa por los miles de farolas de gas que iluminaban sus calles, a partir de 1878 tuvo renovadas razones para ser llamada la Ciudad de la Luz. La instalación de farolas eléctricas en la avenida de la Ópera fue recibida con gran emoción: los parisinos quedaron impresionados con la belleza de esta nueva iluminación y clamaron por su extensión. La Exposición Internacional de 1881 fue recibida con la iluminación eléctrica de los grandes bulevares, que avanzó progresivamente en el resto del centro urbano. En 1910, los carteles de neón daban una nueva nota de luz y color a las noches parisinas. Pero no sólo el brillo de la ciudad era distinto; también su olor. Los edificios se fueron conectando al cada vez más amplio sistema de cañerías, y el prefecto del Sena, Eugène Poubelle, obligó a instalar cubos de basura frente a cada edificio. Aunque los airados propietarios se vengaron bautizando al cubo con su apellido –y desde entonces así se llama en francés–, Poubelle podía enorgullecerse de haber contribuido a mejorar la higiene de París.

Todo esto tuvo como consecuencia una mejora en las condiciones de vida de sus habitantes, aunque todos estos avances llegaron antes a los sectores privilegiados y poco a poco se extendieron al resto. No sólo aumentó la esperanza de vida de los parisinos, hasta entonces por debajo de la del resto de Francia, sino que también se redujeron las enormes diferencias que había entre los vecinos de las mejores zonas y los de los barrios bajos.

Así, durante la Belle Époque París pasó de tener 1,8 millones de habitantes a 2,8. Este espectacular crecimiento se debió también a que la ciudad cada vez era más atractiva para los inmigrantes, que acudían a raudales desde todos los rincones de Francia. Algo que no habría sido posible sin una red cada vez mayor y más potente de transporte público.

Transporte para todos

En los siglos anteriores, las clases humildes vivían lo más cerca posible de su lugar de trabajo, adonde acudían a pie. Pero a lo largo del siglo XIX, la puesta en marcha de una red de omnibuses y tranvías tirados por caballos les había permitido instalarse en lugares más alejados. El crecimiento de la ciudad en tamaño y habitantes dejó clara la necesidad de mejorar la cantidad y calidad del transporte público ya existente. Los avances tecnológicos vinieron a satisfacer esta necesidad. La electricidad que iluminaba las calles se aplicó a los medios de transporte: el primer tranvía eléctrico se inauguró en 1898. Los taxis empezaron a recorrer París en 1905, y de los 417 de 1906 se pasó a 7.000 en 1914; las clases trabajadoras se tuvieron que conformar con los omnibuses motorizados, que se inauguraron en 1906.

Parte de los parisinos recibió estos nuevos medios de transporte con emoción: eran rápidos y evitaban las molestas y olorosas acumulaciones de heces de los caballos. Otra parte, sin embargo, estaba preocupada por los efectos que podían causar en el ser humano lo que ellos consideraban «las altas velocidades de los vehículos», y se mostraba aterrorizada por los accidentes y atropellos que causaban. A pesar de ello, en el crepúsculo de la Belle Époque París era una ciudad sobre ruedas: el ómnibus de caballos hizo su último recorrido en 1913, el mismo año en que el servicio de limpieza municipal empezó a usar camiones.

Tranvías y omnibuses motorizados fueron recibidos con emoción: eran rápidos y limpios pero provocaban muchos atropellos

Pero si un medio de transporte generó ilusión, miedo y dudas fue el metro: ¿debía ser impulsado por electricidad, que todavía causaba recelos, o por vapor, que podría llegar a asfixiar a los pasajeros? ¿Soportaría París las obras? Los parisinos temían los posibles destrozos causados por estos trabajos, más aún si parte del metro se construía sobre el suelo. Al final se optó por un metro eléctrico y mayoritariamente subterráneo, que se inauguró el 19 de julio de 1900. A pesar de la incomodidad de las obras, el entusiasmo y la expectación por la apertura del metropolitano fueron enormes.

Miles de personas acudieron a la ceremonia de inauguración con la sensación de que estaban adentrándose en el futuro; el periódico El Radical saludó su apertura «como agente del progreso moral». Pero el terrible accidente que tuvo lugar en 1903 dio al traste con muchas de estas desbocadas ilusiones: un incendio segó la vida de 84 personas. El periódico conservador La Croix afirmó que había sido un castigo divino al orgullo impertinente de la ciudad. Sin embargo, con el tiempo el miedo se diluyó y el metro se convirtió en protagonista de la vida cotidiana: en 1914 transportaba 500 millones de pasajeros al año.

Pero el metro no sólo llevaba a los parisinos a sus puestos de trabajo. París se había convertido en una ciudad que nunca dormía: tras la jornada laboral llegaba el tiempo de ocio, que se alargaba durante toda la noche. La mejora de los salarios y la estabilización de los horarios permitieron a los trabajadores disponer de más dinero y de tiempo para gastarlo; los empresarios acudieron raudos a satisfacer esta demanda.

Una amplia oferta de ocio

Las nuevas formas de ocio también estaban protagonizadas por los avances tecnológicos. Y si alguna de ellas cautivó la imaginación de los contemporáneos fue el cine. Los hermanos Lumière aprovecharon la situación y empezaron a cobrar entrada en las proyecciones de sus películas en el Grand Café en 1895. Pero la emoción inicial se desinfló pronto: en cuanto la gente se acostumbró a las imágenes en movimiento, les resultaba aburrido ver una y otra vez las mismas grabaciones breves y simples. El cambio vino de la mano de cineastas como Georges Méliès, quien empezó a usar la nueva tecnología para contar historias. Había nacido el cine tal y como lo conocemos. La oportunidad de negocio estaba clara para personas como Léon Gaumont, que inauguró en 1911 un enorme cine de 3.400 butacas a precios asequibles que convirtió el séptimo arte en un espectáculo al alcance de todos los bolsillos.

Como el cine, otros adelantos se convirtieron en protagonistas del ocio. La fiebre por el motor –tanto en las exposiciones de coches en las Tullerías como en las carreras que partían de la ciudad– sólo era comparable a la provocada por la bicicleta. El mismo año del nacimiento del Tour de Francia, 1903, se inauguró el Velódromo de Invierno para dar cabida a un deporte que levantaba pasiones. Los partidos de tenis y fútbol también llenaban por completo los estadios.

Por otro lado, la Belle Époque fue la edad dorada del cabaret, con la apertura de Le Chat Noir en 1881 y el Moulin Rouge en 1889. La Goulue y Jane Avril, bailarinas de cancán de este famoso local, alcanzaron gran fama tanto dentro como fuera de París. Locales de música y tabernas estaban llenos de clientes noche tras noche; y para los que preferían un ocio más cultural estaban los museos: el de cera, inaugurado en 1882, era uno de los favoritos de los parisinos. Tanta oferta podía resultar un poco apabullante. Así que parte de la población prefería disfrutar de su tiempo libre en los parques de la ciudad o haciendo excursiones al campo.

Pero si muchos parisinos aprovechaban su tiempo libre para escapar de la ciudad, cada vez más extranjeros acudían a visitarla. Las exposiciones internacionales se convirtieron en la principal atracción turística de París: si a la de 1889, en la que se inauguró la Torre Eiffel, acudieron 23 millones de personas, la de 1900 atrajo a 48. Para responder a tal demanda surgieron hoteles como el Ritz, y las principales estaciones de tren se ampliaron entre exposición y exposición. París aumentaba su fama como destino turístico.

La fiebre del consumismo

Si en el ocio dominaban los espectáculos de masas, en el consumo estaba empezando a pasar lo mismo. Entre las principales atracciones de París empezaron a destacar los centros comerciales, que brillaban con luz propia. Los turistas, normalmente pertenecientes a las clases privilegiadas, no podían dejar de visitar lugares como las galerías Lafayette.

Pero en 1895, Georges Dufayel inauguró en uno de los barrios bajos de París las galerías Dufayel, enfocadas a un público obrero: su lema era «vender barato para vender más». Utilizando técnicas como la venta a plazos e invirtiendo en publicidad que animara a los trabajadores a consumir, estas galerías se convirtieron en uno de los negocios más exitosos de la ciudad. Comprar allí constituía toda una forma de ocio: se podía pasar el rato en sus amplios espacios, acudir a conciertos, ver películas en su cine e incluso hacerse radiografías –tecnología considerada fascinante en la época– los martes y los sábados. Y, por supuesto, comprar toda una serie de artículos que imitaban el lujo que antes era exclusivo de la burguesía.

La mejora de las condiciones de los menos privilegiados era evidente en muchos aspectos. La educación fue uno de ellos: gracias a la ley de 1882, que hizo obligatoria la enseñaza primaria, el analfabetismo se había reducido enormemente: en París la tasa máxima era de menos de un 20 por ciento en los barrios más bajos. La gran mayoría de parisinos sabía leer, un requisito indispensable para el espectacular desarrollo de la prensa en esta etapa.

Pero la prensa no sólo mejoraba el nivel cultural de sus lectores, sino que también transmitía falsas noticias y generaba inseguridades colectivas. Para vender lo máximo posible, los periódicos trufaban sus páginas de sucesos que los parisinos leían con fruición. El protagonismo de las noticias morbosas llevó a los lectores a pensar que París era una ciudad cada vez más violenta y peligrosa, una sensación a la que también contribuyó el hecho de que la policía era más efectiva resolviendo crímenes: en 1902 había adoptado la técnica de las huellas dactilares. La prensa también alimentaba la sensación de que la sociedad francesa estaba degenerando. Los relatos de crímenes y escándalos convencieron a muchos de que las nuevas actitudes sociales y la tecnología estaban destruyendo la sociedad tradicional. El anonimato de la gran ciudad, la pérdida de poder de los referentes tradicionales, como el cura de la parroquia, y la extensión de la educación hicieron que las nuevas generaciones se sintieran más libres. Así, en París tomaron fuerza nuevas corrientes como el feminismo y se hicieron más visibles conductas que no encajaban en la norma, como la homosexualidad.

Tolerancia limitada

Los homosexuales aprovecharon las mayores dosis de libertad que ofrecía la Belle Époque. Las amplias zonas verdes de la ciudad y los numerosos locales nocturnos se convirtieron en lugares de cortejo para ellos. Poco podían hacer las autoridades para reprimir lo que gran parte de la sociedad consideraba una aberración. Cuando el propietario de un local en la rue Monge, en pleno centro de París, denunció a la policía que sus inquilinos lo habían convertido en un bar de clientela homosexual, la policía contestó que si tenía todos los papeles en regla no podían hacer nada para cerrarlo. Aunque lo que la sociedad parisina toleraba en público tenía un límite. En 1907, las actrices Colette y Mathilde de Morny escandalizaron de tal modo a los espectadores del Moulin Rouge al protagonizar una escena lésbica que la policía tuvo que intervenir para calmar la situación. La obra, Sueños de Egipto, fue prohibida, y las mujeres, que eran amantes, se vieron forzadas a dejar de vivir juntas.

Asustados o emocionados, lo que los parisinos tenían claro era que el cambio se había convertido en la norma. La ciudad semidestruida de 1871 poco tenía que ver con la que en 1914 bullía de actividad, con sus calles repletas de vehículos, sus parques, cines y centros comerciales llenos de gente, sus salas de exposiciones y museos mostrando el arte del nuevo siglo… Pocos podían prever que la oscuridad volvería a cernirse de nuevo sobre la ciudad que en 1914 era la de todas las luces.

Para saber más

Breve historia de la Belle Époque. A. Campos Posada. Nowtilus, Madrid, 2017.

Desde París. Crónicas y ensayos. J. M. Eça de Queirós. Acantilado, Barcelona, 2010.



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