Crónica de un viaje interior (VII) – El pimiento más famoso de América

Crónica de un viaje interior (VII) – El pimiento más famoso de América


Uno de mis últimos viajes a bordo de un autobús de la Greyhound me lleva, de nuevo, a Monterey y de aquí en una pequeña furgoneta al pueblecito de Carmel-by-the-sea. El último viaje a bordo del galgo gris será el que me deposite de vuelta a San Francisco a pocos días de volar a casa. Antes de eso me queda una última entrevista en una de las galerías más célebres de la costa californiana: Weston Gallery.

Carmel es una pequeña población de la costa de California que sería el sueño perfecto para cualquier persona recién jubilada. Casas bajas ordenadas en cuadrículas casi perfectas, perfumadas con el aroma del océano Pacífico. Jardines coquetos, comercios pequeños, varias galerías de arte, flores en las esquinas, pocos semáforos y tenderos sonrientes. Una localidad que se vanagloria de no tener farolas, buzones, luces de neón ni locales de comida basura –perdón, rápida–, y de haber contado como alcalde entre 1986 y 1988 con el mismísimo Clint Eastwood. Y en medio de este pequeño pueblo de cuento de hadas, una pequeña galería fotográfica con el apellido de uno de los iconos de la fotografía norteamericana del siglo XX, Edward Weston, que en 1929 se instaló en esta misma población.

Abrir la puerta de la Weston Gallery puede ser un sacrilegio, sobre todo si apareces dispuesto a mostrar lo que haces en un santuario como este. Entrar en un espacio que te da la bienvenida con el pimiento más famoso de la historia de la fotografía parece un suicidio: la irrupción de un espontáneo en uno de los templos sagrados de la fotografía del Oeste norteamericano. Pero, claro, no se cruza un océano para quedarse en la puerta. Uno se traga el orgullo, la indecisión y el qué dirán. Uno empuja la puerta y se planta dentro con más miedo del que puede albergar su cuerpo y una maleta llena de fotografías en color, rectangulares, montadas con un passepartout de pH neutro y libre de ácido. Todo muy profesional y de exquisita apariencia. El tipo de presentación de quien quiere dejar claro que no es un novato y sabe de qué va esto.

Edward_Weston_and_Marguerite_Mather fotografiados por Imogen Cunningham en 1923, © Wikipedia
Edward Weston y Marguerite Mather fotografiados por Imogen Cunningham en 1923, Imogen Cunningham, 1923

Hoy la suerte no parece estar de mi lado. La persona con quién concerté la cita ha tenido que ausentarse por una urgencia familiar y no puede atenderme hasta pasados dos días, justo cuando mi avión despega. El responsable que atiende la galería y yo nos quedamos mirándonos sin saber qué decir. Él no tiene la culpa de nada; yo la tengo de estar allí y no tener ni idea de qué hacer en ese momento. La vida es caprichosa y uno ha de saber adaptarse, pero mi gesto de decepción debe de ser notorio porque al cabo de medio minuto al chico se le ocurre que puede llamar al Center for Photographic Art donde su director ejecutivo, Dennis High, quizá pueda hacer una excepción y paliar la jugada que me ha hecho el destino.

La conversación es corta; algo así como: “Aquí tengo a un chico español que desea mostrar su obra y nosotros ahora no podemos revisarla; así que podías hacer el favor de atenderle un rato y que no se vaya con las manos vacías, ¿ok?” Es evidente que la respuesta es afirmativa cuando me dice que baje hacia la playa y en la segunda calle a la izquierda encontraré el centro. A nadie le gusta que sientan lástima de uno ni que se apiaden de ti, pero yo no pienso en términos de lástima sino en justicia divina: una ocasión perdida, otra ganada.

Dennis High está esperando en la puerta, sonriente, fumando con toda la parsimonia del mundo. En cuanto estrechamos las manos me deja claro que no revisa porfolios fuera de ciertas fechas convocadas anualmente por el centro, pero puede dedicarme un rato dado que vengo “de muy lejos”. Desde que nos saludamos no para de mirar la maleta rígida de plástico en la cual transporto mi obra hasta que la abro y voy depositando sobre su mesa una imagen tras otra. El encuentro se prolonga por espacio de casi hora y media y hay momentos para todo: para la risa y la reflexión, la nostalgia y los consejos, el análisis y las preguntas, las anécdotas y el intercambio de tarjetas.

Así que ahí estamos los dos, relajados, uno frente al otro, cuando lanza la afirmación como si nada, como si no tuviese mayor importancia. Algo que parece tan obvio que lo comentas sin apenas reparar en ello. Reconozco que me pilla desprevenido. “El problema de tus fotos es que ya están hechas“. Lo dice y continúa con la conversación como si tal cosa. En realidad deja caer la frase como quien deja caer una colilla al suelo, con naturalidad. Con la tranquilidad de quien lo ha hecho toda la vida. Yo ni siquiera parpadeo. La mesa de por medio, mis fotos esparcidas. Le mantengo la mirada y continuamos con la conversación como si no hubiese pasado nada.

Como si yo no supiese que no estoy inventando nada nuevo; que mis fotos de rocas, árboles y ríos no son originales; que mi forma de mirar no es novedosa; que lo que aparece en mis obras ya ha sido plasmado cientos o miles de veces antes de que yo lo haya hecho. No; no me descubre nada, simplemente hace de altavoz de mi conciencia. Y esto es lo que más fastidia: que alguien te diga lo que ya sabes pero no quieres admitir. Eso es lo que duele. Con diez palabras me ha hecho más daño que con un puñetazo en toda la cara. Terminamos hablando del mercado de la fotografía de naturaleza, acerca del tipo de obras que tienden a adquirir los museos, de la dificultad de mirar a tu alrededor con otros ojos, el peaje a pagar por intentar hacer cosas nuevas, fotógrafos que ambos conocíamos, la sobreabundancia de imágenes…

En realidad, Dennis High no se refiere tanto a los sujetos fotografiados como a las propias imágenes, pero el caso es que una vez encontrado el «visionario», mis fotografías parecen perder gran parte de su atractivo. De repente ya no son ni tan espectaculares ni tan reveladoras. En un abrir y cerrar de ojos se han convertido en una especie de cliché del que no soy capaz de salir; el cálido abrazo de la rutina y el conformismo del que me cuesta despegarme. Ese maravilloso tobogán por el que nos tiramos una y otra vez cuando hemos conseguido ciertas cotas de destreza técnica, desarrollo estético y resonancia mediática. Esta misma mañana he llegado a Carmel con una maleta llena de imágenes y otra repleta de preguntas. La última apenas ha transformado su contenido; si acaso he añadido alguna cuestión más a la que tendré que dar respuesta en los próximos años.

El puente Golden Gate en San Francisco, © Fernando Puche
El puente Golden Gate en San Francisco, © Fernando Puche

Llega la noche y en vez de cenar me dedico a pensar. El problema de tus fotos es que ya están hechas. El problema de tus fotos es que ya… El problema de tus fotos… El problema de… El problema… El problema no son mis fotos tanto como yo mismo; así que no necesito una solución para mi obra, sino más bien para mi manera de percibir a través de la cámara, mi forma de mirar alrededor, mi modo de fotografiar e imaginar nuevos paisajes. Cuando llego a esta conclusión ya casi está amaneciendo. Liberado en parte del desasosiego que me produjo la última entrevista, me duermo como un bebé agotado por el esfuerzo mental y la incertidumbre. Antes de caer en brazos de Morfeo decido olvidarme tajantemente de fotografiar fuera de España. Si no soy capaz de hacer buenas fotos cerca de casa, entonces es que algo falla. Con este pensamiento en mente dejo la vigilia y me precipito en el reino de los sueños.

Me despierto al día siguiente convencido de que debo inventar algo nuevo, o mejor, que debo reinventarme. Surgir de mis cenizas, como el Ave Fénix. Necesito un pensamiento como éste para no caer en la desesperación. Imaginar que soy capaz de hacer algo “que no esté ya hecho”. Necesito creer que puedo hacer algo mejor.



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